Miedo a perder. por Mercedes Azcárate
MIEDO A PERDER
Qué esconde el temor a ser lastimados
Sabemos que una de las formas en que el miedo se manifiesta
es la desconfianza. Sí, esa emoción que nos acompaña desde tiempos inmemoriales, en sus orígenes, nos ayudó a sobrevivir: era una alerta vital frente a peligros
reales. Pero hoy, muchas veces, ese mismo sistema de alarma se activa frente a
amenazas emocionales, simbólicas: el miedo a no ser elegidos, a perder el amor,
a quedar expuestos. Ya no se trata de salvar el cuerpo, sino el valor que
sentimos que tenemos frente a los otros. Tememos el daño que puede venir; nos defendemos,
protegemos esa interioridad que no queremos que nadie lastime. Y forjamos
capas. Pero desconfiar no siempre es una elección consciente. Muchas veces es
un reflejo, una reacción automática que intenta protegernos de algo más
profundo y más difícil de nombrar: el miedo a perder.
¿Perder qué?Perder valor
a los ojos del otro.Perder el amor.Perder ese lugar que sentimos como nuestro.Perder el control de lo que creemos que sostiene un vínculo.
Cuando
desconfiamos, no solo estamos observando al otro: estamos reaccionando a un
miedo profundo. Es como si, en algún rincón interno, habitara la idea de que si
no estamos alertas, alguien puede ganarnos. Y entonces, perdemos nosotros.
Perdemos importancia, perdemos el lugar, perdemos la mirada del otro.
El miedo a ser lastimados, a quedar desprotegidos, a que nos vean
vulnerables, a no ser suficientes. Ese miedo muchas veces se disfraza de
control, de sospecha, de rigidez. Pero en el fondo, habla de una herida más
antigua: la de haber sentido, alguna vez, que no fuimos elegidos. Que nos
cambiaron. Que no alcanzamos.
Entonces, muchas veces, la desconfianza es la expresión emocional de nuestro miedo al abandono, al rechazo, a la traición –aunque también, como dijimos antes, es una estrategia de protección ancestral. En tiempos remotos, desconfiar (o tener miedo) podía salvar la vida. Era un mecanismo vital en entornos de amenaza constante, donde la lucha por la comida, el refugio o la integridad física era parte de lo cotidiano. Por eso, esa actitud se grabó fuerte en nuestra historia evolutiva.
El problema aparece cuando seguimos viviendo con ese mismo mecanismo
activado, como si el otro siguiera siendo un peligro real y constante. En la
actualidad, desconfiar no nos protege del dolor: muchas veces nos aísla, nos
endurece, nos impide entregarnos.
Cuando la desconfianza domina, nos volvemos intérpretes constantes del
otro, leyendo gestos, palabras, buscando señales de peligro incluso donde no
las hay. No es casual. Venimos de historias donde tuvimos que esforzarnos mucho
para ser vistos, para ser validados, para sentir que teníamos un lugar seguro.
Por eso, cuando algo en el presente nos activa esa sensación, la desconfianza
aparece casi sin pedir permiso.
Y aunque tenga lógica desde nuestra historia emocional, hoy esa
actitud ya no nos cuida: nos aleja.
Yo misma atravesé muchas veces ese lugar. A veces, sin darme cuenta,
me encontraba vigilando sin descanso: gestos, tonos, silencios. Como si eso
pudiera anticiparme al daño. Pero aprendí —y sigo aprendiendo— que desconfiar
no me protege del dolor, me aleja de la posibilidad de vivir vínculos
verdaderos.
Y no se trata de negar que hay personas que pueden lastimar, manipular
o traicionar. Existen. Pero el punto no es vivir con miedo a ellas, sino
aprender a cuidarnos sin necesidad de levantar un muro. El cuidado genuino no
se basa en la sospecha, sino en la claridad de nuestros propios límites. La
salida no es el control. Es el cuidado.
Cuando desarrollamos la capacidad de decir "esto no me hace
bien", empezamos a cuidar nuestro mundo interno con amor. Aprendemos a
identificar qué actitudes, qué palabras o qué dinámicas no se alinean con lo
que queremos y necesitamos. Y entonces, ya no hace falta vivir en guardia. Porque
confiamos en nuestros recursos, podemos confiar en otros.
Sí, la otredad puede herirnos, pero tenemos cómo cuidarnos
amorosamente.
Los límites son herramientas de amor propio, no de defensa bélica.
Nos permiten abrirnos a los demás desde un lugar más libre, porque sabemos que,
si algo no es saludable, tenemos los recursos para marcarlo, para poner un
freno, para retirarnos si hace falta.
Es decir: podemos confiar, no porque el
otro sea perfecto, sino porque sabemos cuidarnos.
Esto cambia el foco. Ya no se trata de que el otro "no nos
falle", sino de que nosotros podamos sostenernos incluso si eso ocurre. Y
eso, paradójicamente, genera relaciones más auténticas: cuando dejamos de pedir
garantías imposibles, aparece la verdadera conexión. Una que no se basa en el
control, sino en la libertad.
Como dice Brené Brown: "La vulnerabilidad no es
ganar o perder; es tener el coraje de mostrarse cuando no se puede controlar el
resultado."
Esa frase me resonó profundamente. Porque confiar, para mí, es eso: animarme a
estar presente con el otro, sin saber qué va a pasar, pero sabiendo que puedo
sostenerme si algo no sale como espero.
Y en ese mostrarme, en ese confiar aun con el riesgo, entendí algo
esencial:
Confiar no es entregarle al otro todo el poder.
Es reconocer que, pase lo que pase, yo no
pierdo mi valor.
- Recordá una situación reciente en la que te sentiste
desconfiado/a o con miedo a confiar.
- Preguntate con honestidad: ¿qué temías perder en ese momento?
¿Amor? ¿Estabilidad? ¿Dignidad? ¿Autoestima?
- Luego, completá esta frase:
"Si yo confiara en que puedo cuidarme, en esa situación yo..."
(Por ejemplo: "...habría expresado mi incomodidad sin suponer que me iban a rechazar").
Repetí este ejercicio cada vez que sientas que la desconfianza aparece. Con el tiempo, vas a descubrir que, detrás del miedo, hay un recurso dormido: tu capacidad de protegerte desde el amor, no desde el temor (o incluso sintiendo temor).
Muy interesante. Cuidarse no es fácil . Y es verdad q a veces se esconde en desconfianza
ResponderEliminarMuchas gracias!
EliminarMuchas gracias! Sí, claro es un camino de mucho trabajo. Lo vale para salir fortalecido/a
ResponderEliminar